Prólogos a otros autores
Conocí a Sergio Parra en 1999. Era fotógrafo y, por lo que pude ver en el estupendo álbum que me mostró, tenía mucho talento. Como yo por aquel entonces aún trabajaba de actor, le pedí que me hiciese una sesión. Cuando, agradecidísimo, tuve en mis manos el fabuloso material (¡nunca me han sacado mejor!) le comenté que si podía ayudarle en algo que me lo hiciese saber. Y me lo hizo saber en ese mismo instante: «Quiero retratar a actores». Así de simple, así de claro, aunque para él no así de sencillo, ya que no sabía cómo introducirse en el mundo del espectáculo. Al menos hasta nuestro providencial encuentro. «Claro, yo te ayudo, pero… ¿quién puede ser nuestra primera víctima?».
Un par de años antes yo había tenido el placer de trabajar con Amparo Rivelles en «Los padres terribles», bajo la magnífica dirección de Juan Carlos Pérez de la Fuente. Y pensé que una estupenda manera de empezar su galería de teatreros, por la puerta grande, podía ser retratar a esta extraordinaria y mítica actriz. La llamé, le conté el proyecto y Amparo, tan encantadora como siempre, accedió. Y allá que nos fuimos al teatro Alcázar, donde la señora Rivelles representaba «Los árboles mueren de pie». Llamé a la puerta de su camerino, esta se abrió y les presenté. Y desde el instante en que Sergio comenzó a disparar su objetivo, supe que ese era un proyecto que iba a dar muy buenos resultados. ¿La razón? Sergio poseía la cualidad de los grandes fotógrafos: la invisibilidad. Mientras Amparo se iba maquillando, contándonos mil y una divertidísimas anécdotas, él se fundía con el entorno, desaparecía, dejando al actor vivir ese momento mágico que precede a la representación como si se encontrara en la más a
bsoluta intimidad. Sí, este chico tenía talento e iba a hacer un trabajo increíble… ¡Y no me equivoqué en mi intuición!
Sergio parecía entusiasmado. Deseaba seguir haciendo fotos a otros actores y actrices. Y quería que estas fuesen siempre en ese mismo espacio: el camerino, donde el modelo pudiese estar rodeado de sus maquillajes, fetiches, objetos personales: de su vida… Sí, la serie se iba a llamar CAMERINOS. Y de esa manera, la sesión de fotos con Amparo fue el principio de un espectacular y apabullante recorrido por algunos de los más importantes intérpretes de nuestro país.
Me siento afortunado y honrado de ser amigo de Sergio Parra, afortunado y honrado de haberle abierto esa primera puerta que dio paso a tantas otras y afortunado y honrado de que me haya pedido que escriba unas líneas para prologar esta cuidada publicación que hace el Teatro Español de «Camerinos». Pero, a pesar de que me dedico a escribir, me siento impotente a la hora de explicarles algo que van a poder ver con mucha mayor claridad en cuanto pasen esta primera página ¿o no recuerdan eso de que «una imagen vale más que mil palabras»? Sí, las imágenes de Sergio valen más que mil palabras, hablan por sí solas, perfectas radiografías de la personalidad de cada uno de los fotografiados. Sus retratos son atrayentes, hermosos, auténticos, pinceladas necesarias para reflejar el pulso teatral de nuestro país a finales del siglo XX y principios del XXI.
Amo este oficio. Al igual que todos los actores y actrices que han tenido la fortuna de ser fotografiados por Sergio y a los que él ha tenido la fortuna de fotografiar, en un pacto honesto y creativo. Yo te regalo mi privacidad y tú la transformas en arte. Perfecto. Y ahora, por fortuna también, esa alianza ha sido recogida en este precioso libro del que ustedes, afortunados espectadores, van a poder disfrutar. Y es que, sin ustedes, señoras y señores, esa liturgia que Sergio Parra retrata con tanta maestría, no hubiese tenido lugar. Por y para ustedes trabajamos, sentimos y vivimos.
Nada más que añadir ¡Cinco minutos y a escena! Qué disfruten con el espectáculo.
Juan Carlos Rubio
Autor teatral
Seré honesto. Experimento una indescriptible mezcla de alegría y congoja cuando alguien me encarga la labor de escribir un prólogo. Más aún cuando ese “alguien” es “alguien” a quien admiro y por quien siento una sincera amistad. ¿Y si después de leerla no me gusta la obra a prologar? ¡¿Qué hacer?! ¿Rechazar la oferta con alguna peregrina excusa? ¿Mentir como un bellaco y tirar p`alante, alabando sin seso ni medida?¿Hablar mal del autor en el prologo de su propio libro? Francamente, estarán conmigo en que ninguna de estas opciones es muy apetecible… ¡Ay, qué tremendo alivio cuando leí El troquel! Bien es verdad que mi inquietud no era tanta, ya que había disfrutado con anterioridad de otros textos de Ignacio Pajón y estaba convencido de la calidad de su trabajo. Y además, esta venía alabada por el Premio Literario de UCM de Teatro 2011.
Según el diccionario de la RAE troquel es un molde empleado en la acuñación de monedas y, asimismo, un instrumento con bordes cortantes para recortar con precisión. Si pienso en la primera acepción, no puedo trasladarla al universo dramático del autor. Las obras de Pajón nunca salen de un molde, al contrario, se escapan a cualquier esquema preconcebido, explorando nuevos territorios que provocan al espectador (o lector en este caso) y le hacen fallar en el intento de adivinar qué vendrá después, con qué giro nos sorprenderá el dramaturgo. Pero sí puedo usar la segunda definición expuesta anteriormente para describir la labor de Ignacio. Con la precisión de un troquel, Pajón recorta los contornos de sus personajes, creando unos seres múltiples que son capaces de lo mejor y lo peor, quizá influidos por sus circunstancias, como en el fondo nos ocurriría a cualquiera de nosotros. Con el troquel de su fuerza dramática, Ignacio deja fuera del texto muchos bordes que nuestra imaginación podrá resolver cuando meditemos acerca de lo leído. Ese corte certero y personal coloca a Ignacio en el pelotón de autores contemporáneos españoles que están demostrando, día tras día, obra tras obra, que en nuestro país hay mucha tela (y teatro) que cortar.
De Pajón me gustan sus historias, me gustan sus diálogos, me gustan sus conflictos dramáticos, su capacidad para sintetizar en una pequeña anécdota las miserias y grandezas del ser humano, su desnuda sencillez que evidencia que no hay nada más complejo que lo aparentemente simple. Y me gusta mucho, y permitan que me detenga en ello, su valentía a la hora de usar la acotación (tan mal vista por muchos directores o actores) y situar espacialmente a los personajes, qué hacen y como lo hacen. En un escenario, como reflejo de la vida, los personajes son sus palabras, pero también sus acciones. Pajón no se “corta ni recorta”, nos explica a cada momento qué está ocurriendo, como sienten Sofía y Leonardo, como dicen lo que tienen que decir, como callan lo que tienen que callar. Y esa exactitud en la descripción me ayuda enormemente a conocer el universo que el autor me propone, a entender las motivaciones y reacciones de los protagonistas. Cuando la obra sea llevada a escena (y estoy seguro de que será muy pronto dada su calidad) bienvenido sea el punto de vista del director y los matices que pueda aportar, alterar o, directamente, eliminar. Pero por ahora, como literatura dramática, como dueño y señor de su trabajo, aplaudo a Ignacio por mostrarnos su obra tal y como él la ha concebido, con sus tempos, sus pausas, sus intenciones y acciones. Hace tiempo leí una definición acerca de lo que es un autor: “Un autor es el que estaba allí cuando no había nadie”. Los autores estamos “allí” muchos días, meses, años antes de que el director, productor o los actores den vida a nuestras historias, mucho antes de que haya nadie a nuestro alrededor. Y eso nos da derecho a contarlas con el lujo de detalles que nos parezca ¿o no están de acuerdo?
El troquel habla de lo verdadero y lo falso, de la relativa importancia de lo autentico en los tiempos en que vivimos. Y habla de una pareja abocada al encuentro y a un futuro en común, con el engaño como motor de su existencia. En el talento de Ignacio Pajón no hay engaño. Y en su futuro se perfilan otras muchas obras con las que, sin duda, seguirá demostrando que su dramaturgia, no se puede imitar, ni copiar, ni falsear. Ni con un troquel…
Juan Carlos Rubio
Dramaturgo y director
Autor teatral
Escribir para vivir
Autor: Daniel de Vicente
2011
(Contraportada)
De joven quiero ser como Daniel de Vicente, sin duda. Deseo poseer su talento, no solo el literario, sino también el que derrocha en su vida diaria, en cada asunto en el que se involucra, ¡y son mil!, en cada detalle para otros quizá inapreciable, pero que en sus manos se convierte en un ejercicio de estilo y superación. Sí, de joven quiero ser como Daniel de Vicente. Espero conseguir su capacidad para crear ambientes y personajes, su dominio del lenguaje, su maestría para trasladar al lector, en un instante, del dolor a la risa, de la ironía al sentimiento y todo ello sin un esfuerzo aparente, con esa naturalidad que solo destilan los verdaderamente grandes. Sí, sí, de joven quiero ser como Dani de Vicente. Olvidarme de la vanidad y creer a pies juntillas que el trabajo es siempre nuestro mejor aliado, que las horas del reloj son pocas para condensar todo lo que bulle en una fantasía ilimitada, que querer es poder y que cuando uno puede siempre termina queriendo más y mejor. ¡Ay, Dani, quiero ser joven de nuevo para ser como tú! Bueno, siempre me queda la esperanza de que la madurez me depare algunas de la virtudes que tú, con tan solo 20 años, ya posees. No dejes de escribir para vivir y, sobre todo, para que las vidas de tus lectores y admiradores, entre los que me encuentro, sean mucho más felices.
Juan Carlos Rubio
Dramaturgo
Autor teatral
Sorpresa. Orgullo. Emoción. Admiración.
Vamos por partes.
En enero de 2011, en Elda, impartí un taller, mejor dicho, participé en un encuentro de teatro, ya que los asistentes eran tan amantes de las tablas como yo y todos tenían una enorme experiencia en las artes escénicas, ya fuera desde el ámbito de grupos aficionados o como profesionales. Lo pasé muy bien aquellos dos días, en los que, además de a compañeros de profesión, encontré a un estupendo grupo de amigos.
Pasado el tiempo, casi dos años después, recibí por Facebook (que a veces sirve para cosas útiles, quien lo iba a decir) el mensaje de una de las integrantes de aquel encuentro: Olga Mínguez Pastor.
Sorpresa.
Me hablada de aquellas jornadas y de que a raíz de ellas había recuperado y renovado sus energías como escritora. Uno no sabe muy bien si compartir tu experiencia sirve o no para algo, pero en este caso el mensaje de Olga fue claro: le había servido.
Orgullo.
Mensajes como estos te recargan las pilas como docente. Olga me explicaba en su mensaje que iba a publicar uno de sus textos y quería saber si yo me podía encargar de prologarlo, ya que para ella sería un honor.
Emoción.
El honor es mío. Me encanta que me pidan prólogos, me parece que la persona que te llama para que tus palabras antecedan a su obra demuestra un cariño inmenso hacia tu trayectoria, depositando su confianza en tu capacidad para avalar su trabajo. Gracias, Olga.
Por supuesto me enviaba el texto de El atardecer de cristal, precioso y sugerente título del que solo me avanzaba que transcurría en la Alemania nazi y era una historia de amor. Y me puse a leerlo.
Admiración.
La obra me atrapó desde el comienzo. No les desvelo detalles concretos de su trama para que puedan ir descubriéndolos ustedes mismos, pero sí puedo anticipar que van a encontrar una historia plagada de emoción, verdad, poesía, y que encima cuenta con la triste y extraordinaria circunstancia de estar basada en la realidad, un vergonzoso periodo histórico demasiado cercano y aterrador como para que no le prestemos la atención necesaria.
Olga demuestra con este texto no solo un gran capacidad para dedicarse a la escritura teatral, sino un compromiso vital de primera línea, abordando un tema que desgarró la vida de miles de personas y que esperemos que nunca más se vuelva a repetir.
Desde aquí brindo por el presente y por el futuro de esta talentosa dramaturga que es Olga Mínguez Pastor. Y celebro que una editorial tan curtida como Ñaque la incluya en su excelente catálogo.
Ahora les dejo con lo verdaderamente importante: El atardecer de cristal.
Juan Carlos Rubio